Entonces se alegrará la doncella en la danza, gozarán los jóvenes y los viejos; convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas.- Jeremías 31, 13
Conquista de la tierra prometida Moisés murió en la entrada de la tierra prometida, y fue Josué quien introdujo al pueblo de Israel en ella. Pero no fue tan fácil, pues en la tierra prometida vivían siete naciones más fuertes que Israel, con grandes ciudades amuralladas que eran prácticamente inexpugnables. Sin embargo, Dios les dice: Has de saber hoy que el Señor, tu Dios, pasará él mismo delante de ti como fuego devorador. Tú los desposeerás y los destruirás pronto, como te dijo el Señor (Deuteronomio 9, 3). Estas naciones son signo de los imposibles de nuestra vida y de aquello que es más fuerte que nosotros: el pecado. Y no es el pueblo de Israel, ni tú; sino Dios el que las vence. Por eso, cuando el Señor, tu Dios, los haya expulsado delante de ti, no pienses: «Por mi justicia me ha traído el Señor a tomar posesión de esta tierra», y «el Señor ha desposeído delante de mí a esas naciones por su perversidad». No vas a entrar y a tomar posesión de esas tierras por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón, pues el Señor, tu Dios, las va a desposeer delante de ti por la perversidad de esas naciones y para cumplir la palabra que el Señor juró a tus padres, Abrahán, Isaac y Jacob (Deuteronomio 9, 4-5). Por poner un ejemplo, la muralla de Jericó se desplomó al son de la trompeta, tras dar Israel siete vueltas alrededor de la ciudad sin atacarla. Dios les regala una victoria que en principio era imposible, mandando que hagan algo ilógico, pero Israel obedece y el resultado es la victoria. Así pues... ¿Obedecemos nosotros a Dios?
Los Jueces El pueblo de Israel entra a tomar posesión de la tierra prometida y viven allí felizmente. Sin embargo, pronto se pervirtieron de nuevo, pues la siguiente generación no había conocido a Dios ni había visto sus prodigios. Entonces Dios les entrega en manos de sus enemigos para que se arrepientan, y les manda Jueces para recordarles el camino de la Vida. Los Jueces, inspirados por Dios, reprenden al pueblo y lo salvan de las manos de sus enemigos. De esta forma, cada generación del pueblo de Israel observa los prodigios de Dios, cree, y vuelve a guardar la Ley. Esto nos enseña la importancia de tener una experiencia personal de Dios, pues sin ella, rápidamente uno es seducido por los placeres fugaces del mundo. Además, es importante destacar que muchas veces Dios se sirve de lo débil para vencer a lo fuerte, dejando claro que es Él quien da la victoria, aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta (1 Corintios 1, 28). Es el caso de Yael, una mujer que vence a un poderoso general enemigo. O de un torrente, que abate a todo el ejercito enemigo de Israel. Son prodigios que Dios, y no un hombre, hace en favor de su pueblo para que vean y crean en Él.
Samuel es el último de los Jueces, nacido del vientre estéril de Ana que, desahogando su pena ante Dios, promete entregárselo si se lo concede. Dios escucha a Ana y le concede el anhelo de su corazón, y Ana canta exultando de gozo al Señor que, de nuevo, ha hecho posible lo imposible. Durante la vida de Samuel el pueblo de Israel le pide a Dios que les de un rey “como tienen los otros pueblos”. Israel quiere ser como los demás pueblos y tener un rey, cuando Dios había sido su Rey hasta entonces. Y Samuel les reprenderá por caer de nuevo en un claro intento de idolatría. Nótese que esto es lo que muchas veces tú y yo queremos: ser como los demás y tener lo que parece que tienen los demás (dinero, fama, aceptación social, amigos, etc). Pero nosotros, al igual que el pueblo de Israel, tenemos a Dios, que es con mucho lo mejor. Sin embargo, una vez más, Dios, por amor y misericordia, se lo concede. Por supuesto avisándoles que Él, Dios, es más que el rey; y que por tanto es a Él a quien deben obedecer. Samuel entonces unge rey a Saúl, y después de Saúl a David como su sucesor.
El rey David David no es el hijo del rey Saúl, sino un joven pastor al que Dios elige como rey sucesor. De nuevo, Dios muestra su predilección sobre los débiles, para que se vea que la historia de Salvación la lleva Él. De joven, David se presenta ante Saúl para ayudarlo, no para suplantarlo, pero Dios ya había rechazado a Saúl, pues no le obedecía, sino que trataba de agradar por igual a los hombres y a Dios: Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca (Apocalipsis 3, 16). Intentar agradar a los hombres y a Dios es una tentación que en algún momento todos tenemos. Sin embargo, es simplemente imposible, pues no se puede compatibilizar a Dios y al mundo. O se elige el camino de la Vida o el de la muerte. No se puede ir por los dos a la vez. Y Saúl eligió mal, pese a todas las oportunidades que Dios le dio, mientras que David eligió bien, pese a que tuvo sus desvíos.
Así pues, un buen día David vence a Goliat, un general enemigo curtido en el arte de la guerra, con una simple honda y su plena confianza en Dios. Esto provoca una victoria sin precedentes sobre el ejército enemigo, y Saúl empieza a tener envidia de David, que es aclamado por el pueblo. No pasa mucho tiempo antes de que Saúl intente matar a David y este tenga que huir a las montañas. Saúl lo persigue en varias ocasiones sin éxito, y David tiene varias oportunidades de acabar con él, pero por respeto a Dios que ha ungido a Saúl, no lo hace. David, a imagen de Jesucristo, perdona la vida de su enemigo cuando éste intenta matarlo. Finalmente, Saúl muere a manos de los enemigos de Israel y David ocupa su trono. Dios cumple su promesa con David y lo libra de su mortal enemigo, sin intervención alguna por su parte. ¡Pues lo ama!
Aún así, David, con el paso del tiempo se acomoda en su posición de rey, y en ese momento llegan los problemas: adultera con Betsabé y mata a su marido Urías para encubrir su pecado. Pero a Dios nada se le oculta y envía a Natán, un profeta, a denunciar su pecado. Se dice de David que tiene un corazón según Dios porque cuando esto ocurre, lejos de excusarse como hacen Adán y Eva y como hacemos todos nosotros, reconoce su pecado públicamente y acepta cualquier condena que se le imponga. David se humilla ante los hombres y ante Dios, y Dios lo perdona porque, al igual que a ti y a mí, lo ama. Actuando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano y diste a tus hijos una buena esperanza, pues concedes el arrepentimiento a los pecadores (Sabiduría 12, 19). Pero Dios también hace justicia, imponiéndole un duro castigo a David, que él acepta con humildad, al tiempo que seguramente acogió en el seno de Abraham a las víctimas de su crimen. Sin embargo, Dios vuelve a serle propicio y, más adelante, le concede a David un hijo de Betsabé: Salomón, que le heredará en el trono. Y Dios le promete perpetuidad para su linaje, promesa que se cumple plenamente en Jesucristo, rey eterno, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo (Lucas 1, 69). Por esto, la vida del rey David nos enseña con hechos concretos que Dios se complace en la humildad, y que está siempre dispuesto a perdonar y salvar a quien vuelve a Él... ¡Pues es eterno su gran amor!
Práctica Dios es fiel y cumple todas sus promesas. Cumplió históricamente las promesas que hizo al pueblo de Israel, y cumple todas las demás promesas que hace, incluidas las que te ha hecho a ti. ¿Cuáles? Que el Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de Él; nos conducirá a la verdad completa y glorificará a Cristo (Catecismo 729); que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mateo 28, 20b); que si recorres el camino de la Vida te regalará la Vida eterna, pues el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (Marcos 8, 35b); y muchas otras. Pero va a ser Él quien lo haga. Así pues, nosotros hagamos la Lectio Divina de los siguientes pasajes, para comprender la fidelidad que tiene Dios con nosotros pese a todas nuestras rebeldías:
Quizás a estas alturas te estés preguntando el por qué es necesario hacer tanta Lectio Divina. La respuesta es sencilla: Es la mejor forma de empaparse de la Palabra de Dios, de aprender a comprenderla, y de aplicarla a nuestra vida diaria. Y esto es un pilar fundamental en la vida del católico, pues al final, si no sabes escuchar a Dios... ¿De qué te sirve hablarle? Con cada oración, con cada lectura y con cada meditación realizas un diálogo con Dios y se hace más sencillo el siguiente... ¿O no es más fácil hablar con alguien a quien ya conoces? Por eso, si esta práctica se promueve eficazmente, producirá en la Iglesia una nueva primavera espiritual. [...] Jamás se debe olvidar que la palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero (Benedicto XVI)[16]. Por eso, escuchar la Palabra, comprenderla y ponerla en práctica es imperativo para todos los católicos.
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