Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.- Génesis 2, 24
El amor humano El amor cristiano busca siempre el bien de la persona amada, y rechaza usarla para lograr fines propios (como el placer, la seguridad afectiva, o un remedio a la soledad), aun cuando estos fines sean comunes y aceptados por ambos. La persona no puede ser nunca un medio para conseguir algo, sino que es siempre el fin mismo del amor. Por ello, el placer, los afectos, e incluso los sentimientos no son por sí mismos el amor sino que, simplemente, dan una motivación para su construcción. Pero el amor pasa al final por la voluntad, que debe afirmar el valor de la otra persona por el simple hecho de ser quien es: hijo o hija de Dios. Fundamentar el amor en el placer, los afectos o los sentimientos no es más que una deformación egoísta del amor, que busca sentir (placer, afecto o sentimientos) y que da lugar a que el “amor” se termine cuando, por algún motivo, estas cosas fallen. En este caso, la otra persona no era un fin en sí misma, sino que el fin era ese placer, afecto o sentimiento que esa persona (como mero medio) provocaba en ti. Por lo tanto, en ese caso no se puede hablar de amor, sino de egoísmo. Y el egoísmo siempre tiene fecha de caducidad.
Esto no significa que el placer, los afectos y los sentimientos deban desecharse; sino que deben integrarse como los medios que son para amar a la otra persona. Así pues, lo fundamental es, con el beneplácito de Dios, poner cada día con nuestra voluntad a la otra persona como fin de nuestro amor. De esta forma, si en algún momento el placer, los afectos o los sentimientos fallan, es posible mantener el amor y, con la ayuda de Dios, intentar recuperarlos. Así pues, la atracción en la que se funda el amor debe tener en cuenta por encima de la belleza física, aunque sin despreciarla, la interioridad de la otra persona. Además, debe basarse en una amistad y un conocimiento mutuo profundo. De esta forma, el amor unifica el placer, los afectos y los sentimientos, a través de un acto libre de la voluntad, que es plenamente consciente de la decisión tomada. Por eso, si no amas a la otra persona para siempre no la estás amando ni siquiera en este momento, ya que el verdadero amor es fiel hasta la muerte: el amor no pasa nunca (1 Corintios 13, 8a). Por eso, si cuando sólo por el mero hecho de que los sentimientos o el placer terminan rompo el matrimonio, no amaba a la otra persona sino lo que ella me hacía sentir a mí: la estaba usando egoístamente. Y reconocerlo es un buen primer paso para cambiarlo.
Lo mismo ocurre con la procreación, que es la función objetiva y natural del acto conyugal, y a través del cual los casados pueden llegar a ser padres. Desprovisto de la apertura a la vida, el acto conyugal puede volverse egoísta buscando únicamente el placer. Sin embargo, al aceptar los posibles hijos que Dios pueda dar al matrimonio, se abre al amor: pasamos del egoísmo a la entrega mutua abierta a un posible hijo. Por eso, y debido a la importancia que tiene esta apertura a la vida, se hace necesario el tiempo de noviazgo como un tiempo de maduración muy necesario para tomar, en comunión con Dios, la seria decisión que supone el matrimonio. Y precisamente por ello, el noviazgo debe vivirse en castidad, para evitar caer en el uso egoísta de la otra persona a la que aún no te has entregado por completo. En definitiva, el amor humano propuesto por el cristianismo es un amor superior, a imagen del amor que Dios tiene contigo, que no usa a la otra persona para el bien propio. Cosa, por cierto, que tampoco se debe hacer en otros aspectos de la vida matrimonial.
Noviazgo en castidad Dios nos ha hecho libres y, técnicamente, podemos hacer lo que queramos. Pero no todo nos conviene, porque hay cosas que nos hacen daño y nos esclavizan. Ya lo dijo San Pablo: Todo me es lícito, pero no todo me aprovecha. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada (1 Corintios 6, 12). En las relaciones entre un chico y una chica, por ejemplo, hay cosas que destruyen el amor y hacen que la relación se rompa: la pornografía, el adulterio, las relaciones íntimas en el noviazgo, el egoísmo, la superficialidad, etc. Y si realmente quieres amar de verdad a tu pareja, con la ayuda de Dios, las evitarás, pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis (Romanos 8, 13).
Dios tiene misericordia de todos los hombres, y puede cambiar tu vida y regenerarte aunque seas el mayor pecador del mundo. Nunca es demasiado tarde para vivir en el amor, el amor que es paciente, el amor que pone al otro por delante de uno mismo, el amor que no termina nunca, el amor de Dios: la caridad. Y el amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Corintios 13, 4-7). Este amor te lo regala Dios, que te ama así, para que tú también puedas amar de esta forma, viviendo en castidad. Pero, concretamente... ¿Cómo se vive así? Absteniéndose de los actos que busquen generar directamente placer o deseo; y limitando los besos, caricias y abrazos a aquellos que sólo expresan afecto, cariño o ternura. ¡Verás como vives un noviazgo mejor basándolo en la confianza y el afecto!
La familia cristiana El matrimonio cristiano es, en cierto sentido, cosa de tres: el hombre, la mujer y Dios. Por eso, se fundamenta en el amor del cual Dios es fuente inagotable. Además, se mantiene en fidelidad: De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mateo 19, 6). Y se abre a la fecundidad, sabiendo que el plan de Dios es mejor que todos los que tú puedas hacer. Por eso, las familias cristianas son invitadas a abrirse a la vida de forma responsable y generosa, como una gracia nacida del amor de Dios que viven. Y Dios, que es fiel, las mantiene y las bendice. La vida diaria de una familia cristiana, como de cualquier otra familia, no es siempre sencilla; pero si Dios está en medio, va cubriendo las necesidades que tiene, porque Dios provee. Y de ello son testigos muchas familias que deciden vivir según su Fe: en amor, entrega total, comunión, fidelidad y fecundidad. Familias que, aparentemente, son de lo más normales: padres que trabajan o que están en el paro, hijos que estudian y crecen, etc; pero que viven de una forma diferente al resto de familias, porque ellas están con Dios.
Fidelidad y Amor La devaluación del amor está muy presente en la actualidad. Decimos y hacemos cosas que demuestran más bien un anti-amor: vigilar el móvil de la otra persona, enfadarnos mucho por diferencias de opinión o tareas del hogar, o decir burradas como “yo quiero a mi mujer mucho pero si me engaña la mato”. Eso no es amor. Dirá San Pablo: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia (Efesios 5, 25). ¿Y cómo amó Cristo a la Iglesia? Hasta entregar su propia vida por ella, respetando su libertad incluso cuando fue abandonado en la cruz. Amando cuando no se lo merecían, porque lo habían negado y rechazado. ¡Qué meta más alta! Así pues, para alcanzar tal amor conviene que empecemos por pequeñas cosas prácticas, concretas y sencillas, sin olvidar que este es nuestro objetivo.
Igualmente, los maridos, en la convivencia con la mujer, sabiendo que es más delicada, demuestren estima hacia ellas como coherederas que son también de la gracia de la vida (1 Pedro 3, 7a). Así pues, se nos invita a amar a nuestra mujer empleando de dulzura, comprensión, amabilidad y servicialidad; evitando gritos, ataques verbales, iras y cosas similares. Pero eso no es todo, demos un paso más con algo muy importante: No te dejes seducir por otras mujeres, pues... No busques, hijo, deleite en la seductora, no cedas al abrazo de una desconocida. Al final acabarías lamentándolo, con tu cuerpo y tu carne agotados (Proverbios 5, 20.11). Tú, más bien, fíjate únicamente en tu mujer, enamórate de ella cada día más con pequeños gestos, sea bendita tu fuente, goza de la esposa de tu juventud (Proverbios 5, 18). ¿Y la mujer? Exactamente igual, tomando a su esposo como cabeza de familia y entregándose a él como él se le entrega a ella. En definitiva, que todos respeten el matrimonio; el lecho nupcial, que nadie lo mancille, porque a los impuros y adúlteros Dios los juzgará (Hebreos 13, 4). Pues el matrimonio unido por Dios no se separa hasta la muerte.
Finalmente, para llevar el amor al extremo y para que supere todas las dificultades, hace falta una cosa más: a Dios. Busca a Dios y conoce su amor. Y una vez conozcas cómo te ha amado Él y cómo te sigue amando todos los días, de ti nacerá el verdadero amor. No olvides nunca que si nosotros amamos a Dios es porque él nos amó primero (1 Juan 4, 19b), y únicamente con el amor de Dios un matrimonio puede sobrevivir a las pruebas más difíciles. Sólo una mujer y un marido que cuenten con Dios pueden vivir un matrimonio cristiano, basado en un amor autentico capaz de perdonarlo todo y amar en cualquier circunstancia. Y lo pueden hacer porque Dios está con ellos. ¡Ellos mismos han sido primero amados por Dios!
Paternidad Responsable La paternidad responsable es la excusa de muchos cristianos para no tener hijos. Pero... ¿Eso es lo que nos enseña la Iglesia? No. De hecho, la Iglesia, siguiendo las enseñanzas de Cristo, propone la apertura a la vida de todo acto conyugal. Por eso, es importante comprender qué es la paternidad responsable según la Iglesia, y cuál es la visión de la Iglesia sobre ella, para poder llevar un matrimonio cristiano y fundamentado en la Fe, las enseñanzas de Jesús y el Magisterio. Para ello, vamos a acudir a la encíclica “Humanae Vitae” de Pablo VI que dice que a la paternidad responsable hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí (Humanae Vitae)[91]. Aspectos que vamos a explicar a continuación.
El primer aspecto de la paternidad responsable está en relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad (Humanae Vitae)[91]. Es decir, el matrimonio debe ejercer la paternidad responsable no cayendo en una esclavitud a la lujuria, pasando de amar al cónyugue a simplemente pasar “un buen rato” con él. ¿Y cuáles son los síntomas de que está pasando algo así? Riñas por las relaciones, “dolores de cabeza”, chantajes afectivos, el uso de métodos anticonceptivos no naturales y el evitar sin motivo grave los hijos. Por cierto, un gran número de estudios que pueden encontrarse fácilmente coinciden en una tasa de éxito muy alta en el método “sintotérmico” de regulación de la natalidad, y que es lícito si se emplea rectamente. Este método requiere dominio de sí, pues se basa en detectar y abstenerse de sexo en los días fértiles para evitar el embarazo. Y claro, como subraya la Humanae Vitae, si somos esclavos de nuestras pasiones simplemente no podemos mantener esa castidad. Sin embargo, recuerda que siempre es posible cambiar, acogerse al perdón de Dios y volver a vivir en libertad y castidad. Pues el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia (Salmo 103, 8).
El segundo aspecto de la paternidad responsable es que en la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir (Humanae Vitae)[91]. Es decir, un matrimonio cristiano no puede decir «no nos apetece tener más hijos porque [pon aquí la excusa que quieras]». ¿Qué es lo que deben hacer? Determinarlo en comunión con Dios y las enseñanzas de la Iglesia, que dicen, que si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales [...] y así regular la natalidad (Humanae Vitae)[91]. Queda, pues, bastante claro que las excusas típicas de “yo tengo la pareja y punto” o “no puedo mantener otro hijo pero mira que coche nuevo me he comprado”, entre otras, no entran dentro de los motivos serios. Y mientras no existan motivos serios, siempre hay que estar dispuesto a recibir y amar a otro hijo. Lo contrario acaba por ir en contra del propio matrimonio, pues criminal licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la prole, no pretenden sino satisfacer su voluptuosidad (Casti Connubii)[99]. La Iglesia invita a no planificar* arbitrariamente la familia, sino a aceptar amorosamente el plan de Dios, que busca lo mejor para los esposos, pues la herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre (Salmo 127, 3). Así pues, cada matrimonio, en discernimiento con Dios, que vea si vive según la doctrina de la Iglesia.
Transmisión de la Fe Educar en los hijos es mucho más que enseñarles cuatro normas cívicas básicas: es educar en la Voluntad de Dios. Para ello son necesarias dos cosas: diálogo y autoridad. Diálogo, porque es necesario que exista una relación de confianza, y autoridad porque es una relación de padres e hijos, no de amigos o colegas como está de moda últimamente. Por eso, si hay que reprender, corregir y castigar, se debe hacer. Por otro lado, y aunque todos queremos lo mejor para nuestros hijos, no es bueno darle todo lo que quieren, porque aprenderán que ellos tienen derecho a todo y, si en el futuro no pueden tener algo, delinquirán. El lado opuesto es igual de inconveniente, pues saturar de excesivas reglas y normas a los hijos los hará rebeldes, como ya avisó San Pablo: Padres, no exasperéis a vuestros hijos; criadlos educándolos y corrigiéndolos según el Señor (Efesios 6, 4). La forma idónea, que depende de cada hijo, lo encontrarán los padres con la inestimable ayuda de Dios. Por eso, cada matrimonio debe discernir la forma apropiada de educar a sus hijos en la Fe, según Dios les inspire; pues la familia tiene el deber de educar y transmitir la Fe.
La educación cristiana pasa por instruir con la palabra y el ejemplo en las cosas importantes, como las que le dijo Tobit a su hijo: No hagas a nadie lo que tú aborreces. No bebas con exceso, no te aficiones a la embriaguez. Comparte tu pan con el hambriento y tu ropa con el que está desnudo. Si algo te sobra, dalo con generosidad al pobre, y que tu ojo no mire cuando des limosna. Busca el consejo de los sensatos; no desprecies los buenos consejos (Tobías 4, 15-16.18). Una educación cristiana previene sobre el maligno, hace a nuestros hijos conocer el amor de Dios, y enseña a sufrir. Sí, enseña a sufrir. No lo evita o, al menos, no de forma desproporcionada, siguiendo el ejemplo del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32). Porque algún día no podrás proteger más a tus hijos del sufrimiento y, si no han aprendido a sufrir, es posible que desesperen y abandonen la Fe.
Pero sobre todos esos valores, educar en la Fe es mostrar el amor de Dios, que es Cristo, fundamento de todos los valores y, sin el cual, tarde o temprano estos se desmoronan. Pues Dios mismo dijo: Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado (Deuteronomio 6, 4-7). Y Dios mismo envió a Cristo, como perfección de su amor por el hombre, que nos salva y nos redime. ¡Anuncia esto a tus hijos con palabras y obras! Corrige, reprende y guía a tus hijos como Dios lo ha hecho contigo: con firmeza, pero con misericordia. Y... ¡Ámalos como Dios te ha amado a ti!
Pudor Por último, es necesario realizar una breve mención sobre la conveniencia de mantener en la familia y en nuestras relaciones un sano pudor. No se trata ni de obsesionarse con el pudor ni de no darle ninguna importancia. Lo ideal es simplemente educar con el ejemplo y con naturalidad, sin exasperar a los hijos. Cosas tan simples como separar a los hijos, las hijas y los padres en cuartos separados para dormir; respetar la intimidad a la hora de ir al baño a partir de una cierta edad, vestir con un poco de recato pero respetando la personalidad y evitar los comentarios o bromas obscenas son un buen comienzo para enseñar a los hijos el verdadero valor de su cuerpo como templo del Espíritu.
Práctica Como núcleo de la Iglesia y de la sociedad, la familia es un pilar fundamental y debe ser vivida como Dios nos enseña, pese a las dificultades que puedan surgir. A su tiempo veremos los frutos y las bendiciones que de ella nacen. Además, es importante nutrirse de las experiencias de otras familias y del Magisterio de la Iglesia porque cuanto más sepamos menos por sorpresa nos cogerán los imprevistos. Por ello, vamos a profundizar un poco más en algunos de estos temas.
Recordemos siempre que una familia no va a ningún sitio sin Dios, que es el pegamento que lo une todo. Por tanto, si tenemos una familia o si estamos en una relación para formar una, conviene sentar unas bases sólidas y poner en común nuestros puntos de vista y nuestra Fe, para poder vivir el matrimonio santamente y para toda la vida.
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