Acuérdate, pues, de dónde has caído, conviértete y haz las obras primeras. Si no, vendré a ti y removeré tu candelabro, si no te conviertes.- Apocalipsis 2, 5
El pecado y sus consecuencias El pecado es algo realmente terrible, y pocas veces le damos la importancia que tiene. De hecho, Santa Faustina Kowalska recibió un día una revelación de Jesús que decía: Muchas veces un alma Me hiere mortalmente y en tal caso nadie Me consolará. Hacen uso de Mis gracias para ofenderme. Hay almas que desprecian Mis gracias y todas las pruebas de Mi amor; no quieren oír Mi llamada, sino que van al abismo infernal (Santa Faustina Kowalska)[40]. Así pues, las consecuencias directas del pecado son muchas y muy variadas, pero ninguna buena. Y aunque Dios se sirve de todo para buscar nuestro bien, no quiere que pequemos, es decir, que nos hagamos daño. Y muy en especial, no quiere que cometamos un pecado mortal, que nos separa profundamente de Él y nos aboca al infierno en nuestra vida. Pero para entender qué es un pecado mortal, tenemos que saber primero qué es un pecado “grave” y qué es un pecado “leve”. Los pecados graves son los que, por su naturaleza, provocan un daño muy elevado en la propia persona, en los demás y en las relaciones y, por eso, estos pecados se consideran actos gravemente malos por sí mismos. Por otro lado, los pecados leves son aquellos que, pese a estar mal, el daño que causan es mucho más moderado. Y para esta clasificación no importa lo que nosotros pensemos de ellos, su gravedad la sabe y la revela Dios mismo, que nos ha creado y tiene nuestro “manual de instrucciones”.
Son pecados graves, por ejemplo, el aborto, la adulación de pecados graves de otros, el adulterio, la blasfemia, estafar a trabajadores, la adivinación, la magia, la brujería, el divorcio (no es pecado si no queriéndolo lo sufres), la drogadicción, poner en peligro voluntariamente la vida, la envidia con deseo de dañar gravemente al otro, la eutanasia, la calumnia, la difamación que produzca grave daño a la honra (aunque lo que digas sea verdad), el pensar muy mal del prójimo sin motivo*, la ira extrema, el falso testimonio, el perjurio, la gula excesiva que viola los preceptos de ayuno, el odio con deseo de dañar gravemente al otro, el incesto, la mentira con daño grave al otro, el asesinato, la masturbación, la pornografía, la fornicación, consentir y recrearse en deseos y pensamientos impuros, la prostitución, el abuso sexual, la violación, el sacrilegio, el crear escándalos que lleven a otros a cometer pecados graves, el suicidio, el terrorismo, no acudir a la Eucaristía dominical, callar (no por olvido) pecados mortales en confesión, comulgar en conciencia de pecado mortal, el robo con daño grave al otro, la acumulación de muchos pequeños robos a la misma persona, etc.
Sin embargo, un pecado moral es únicamente el pecado grave hecho con pleno conocimiento de su gravedad y consentimiento perfecto por parte de la voluntad. La advertencia de su maldad y gravedad debe preceder o acompañar a la acción. Por eso los “descuidos”, las inadvertencias, los olvidos reales, los que ocurran en sueños y los que se den sin tu consentimiento pese a tu rechazo, no son pecados mortales aunque sean graves. Y hasta qué punto un acto está hecho con pleno conocimiento y perfecto consentimiento sólo Dios lo sabe y, por eso, nosotros no podemos juzgar a los demás. Sin embargo, por amor a Dios y por nuestro bien, conviene ser estrictos con nosotros mismos y, de esa forma, no caer en la tibieza.
Además, el pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación (Catecismo 1856). Según la Iglesia, y salvo excepciones que están manos de Dios, quien muere en pecado mortal sin contrición perfecta* se condena eternamente en el infierno. La forma común de reparar un pecado mortal del cual estamos arrepentidos es, como se ha dicho, a través de la confesión. Así pues... ¡No tengas miedo! Dios le dijo a Santa Faustina Kowalska: Jamás rechazaré a un pecador arrepentido (Santa Faustina Kowalska)[40]. Por otro lado, se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento (Catecismo 1862). El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere (Catecismo 1855). Aun así, es recomendable siempre obrar en conciencia, y no querer o consentir nunca hacer nada malo. Y esto no es para ser “buenos” o “los mejores” de la parroquia, porque no hay nadie bueno más que Dios (Marcos 10, 18b); sino para poder caminar por el camino de la Vida que nos ha abierto Cristo... ¡Para ser felices!
Del pensamiento al pecado Muchas veces confundimos el pecado con el hecho de que se nos presente un pensamiento malo en nuestra mente. Esto no es así, sino que para pecar hay que ejercer la libertad que nos es propia: bien mediante una acción mala o bien mediante una omisión frente al mal. Esto significa dejar que el pensamiento pase de una mera sugestión vana en tu mente, a entablar un dialogo con él, consentir y pecar. ¿Pero de donde nos viene todo esto? La raíz de todos los pecados está en el corazón del hombre (Catecismo 1873) y, por eso, todo cristiano está llamado a hacer morir al hombre viejo del pecado y dejar crecer al hombre nuevo que Cristo ha engendrado en nosotros.
Así pues, debido a nuestra naturaleza dañada por el pecado original y a las insidias del maligno, muchas veces se nos presenta algún pensamiento que nos trata de seducir para que pequemos, mostrándose atrayente a los ojos y deseable (Génesis 3, 6b). En esos momentos, lo más conveniente es desecharlo fuera de nuestra mente, como quien espanta a una mosca, sin darle la oportunidad a que entable un dialogo con nosotros. Por supuesto, las moscas suelen volver y, por eso, en ocasiones es necesario espantarlas varias veces. Por el contrario, si dialogamos con ese pensamiento entramos en el combate, donde apoyados en la Fe debemos actuar como ya San Pablo nos enseñó: Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos (1 Timoteo 6, 12). En este punto hay un peligro muy grande, que es el de claudicar y consentir; o lo que es lo mismo, de pecar. Si llegamos a ese punto, debemos acudir lo antes posible y de forma seria al Sacramento de la Reconciliación, arrepentidos y deseosos de volver a Cristo, nuestra vida y esperanza.
Pero aún hay algo más peligroso que consentir una vez: consentir una y otra vez, hasta el punto de crear dentro de nosotros un vicio. En este punto hemos dañado tanto nuestro ser que está esclavo del pecado. Efectivamente, la reiteración de pecados, incluso veniales, engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales (Catecismo Catecismo 1876). Pero para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que vuelvan a someteros a yugos de esclavitud (Gálatas 5, 1). Así pues, acude de nuevo a Dios, que todo lo puede: Él poco a poco te reconstruirá y hará de ti un hombre libre, porque... ¡Te ama con locura! Y si fuera necesario, pues en ocasiones un vicio se convierte en una verdadera adicción, es decir, en una enfermedad clínica, pide ayuda a especialistas católicos, pues están ahí para ayudarte.
Arrepiéntete Efectivamente, todos pecamos y todos obramos mal. Por eso, es fundamental reconocerlo, arrepentirse y enmendar nuestra actitud. Porque el que oculta sus faltas no prosperará; el que las confiesa y cambia será compadecido (Proverbios 28, 13). Por supuesto, no nos referimos a la prosperidad económica o a la mundana, sino a la prosperidad del alma; pues El avaro corre por enriquecerse, sin saber que le espera la miseria (Proverbios 28, 22). Por eso, hijo, ¿has pecado? No lo hagas más, y por tus faltas pasadas pide perdón (Eclesiástico 21, 1). Y Dios, que es misericordioso y te ama, te responderá diciendo: ¡Efraín es mi hijo querido, él es mi niño encantador! Después de haberlo reprendido, me acuerdo y se conmueven mis entrañas. ¡Lo quiero intensamente! -oráculo del Señor- (Jeremías 31, 20). El arrepentimiento es fundamental para recorrer el camino de la Vida.
Además, el perdón de Dios es gratuito. No importa la gravedad del pecado. No importa nada. Únicamente importa si, aceptando la voz de Dios, te arrepientes. Y fruto de ese profundo arrepentimiento llegarán obras de misericordia: Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda. Venid entonces, y discutiremos -dice el Señor-. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve; aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como lana (Isaías 1, 16-18). Y todo esto se hace a través de un proceso de penitencia, pues la penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción (Catecismo 1450). Así pues... ¡Arrepiéntete!
El perdón de Dios El pecado no hay que tomárselo como un juego, porque daña seriamente a la persona. Pero tampoco hay que creer erróneamente que no tenemos solución: Dios te la da. Si caes y te arrepientes, Dios te perdona y te da una nueva oportunidad. Y lo hace de forma concreta y palpable a través del Sacramento de la Reconciliación. Allí Dios te dice: ¿Quién te condena? Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Juan 8, 11). Jesús perdonó los pecados de muchas personas que estaban arrepentidas de su actitud, adúlteros y asesinos incluidos... ¿Por qué no iba a perdonarte a ti? ¡Claro que lo hace! ¡Porque su misericordia es eterna! Por eso, dirá Dios a Santa Faustina Kowalska: Que los más grandes pecadores pongan su confianza en Mi misericordia. Ellos más que nadie tienen derecho a confiar en el abismo de Mi misericordia (Santa Faustina Kowalska)[40].
En realidad... ¿Quién y con qué autoridad te condena, si Dios mismo te perdona? ¿No es Dios el creador y, por tanto, dueño de todo? Por eso, también se te dice a ti que perdones a los demás y no los juzgues, porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial (Mateo 6, 14). Dios te ama y, por eso, mientras vivas siempre te regalará otra oportunidad para seguirle y caminar por el camino de la vida: el único que te puede hacer feliz, pues te lleva al conocimiento del amor de Dios. Por eso, no dudes nunca del amor que Dios te tiene, y no te dejes engañar por el maligno pensando que es imposible para ti cambiar o volver a Dios... ¡Eso es simplemente una mentira! Mientras sigas vivo siempre, siempre, siempre, puedes volver a Dios si tú quieres.
Persevera ¿Y si vuelves a caer? Vuélvete a levantar. ¿Y si caes otra vez? Pues otra vez te levantas. ¿Y si otra? Pues levántate. El justo cae siete veces y se levanta, pero el malvado se hunde en la desgracia (Proverbios 24, 16b). Por supuesto, siempre debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para evitar caer. Y si caes mucho en un pecado sería conveniente analizar el por qué, para atacar la raíz del problema. ¿Quizás no lo intentas en serio? ¿Quizás te falta poner físicamente alguna prevención? ¿Quizás te falta pedir ayuda a un especialista católico? Ten en cuenta que algunos pecados pueden degenerar en verdaderas adicciones. Pero recuerda que muchos sacerdotes, especialistas católicos y personas de Fe pueden ayudarte... ¡Búscalos en la Iglesia Católica! Porque Dios quiere que seas feliz, y sólo puedes serlo obrando el bien, porque el mal destruye a la persona y a todas sus relaciones.
Es fundamental, en la lucha contra el pecado y el maligno, la fortaleza y la perseverancia, pues únicamente con una actitud constante podemos permanecer de pie en esta batalla tan dura y continuada... ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo (1 Corintios 15, 57)! Por eso, tú, simplemente debes luchar contra las seducciones del maligno con todo lo que la Iglesia pone a tu disposición. Persevera y, si caes... ¡Levántate lo antes posible mediante el Sacramento de la Reconciliación! ¡Este es el combate de la Fe! Y recuerda siempre que éste combate nos lo ha vencido Dios mismo, para que vivamos eternamente, porque... ¡Nos ama! Tú sólo debes perseverar en dicho combate, hasta que un día digas: «Prefiero morir antes que pecar» (Santo Domingo Savio)[104].
Escrúpulos Durante el retiro para la segunda comunión me vi asaltada por la terrible enfermedad de los escrúpulos... Hay que pasar por ese martirio para saber lo que es. Imposible decir lo que sufrí durante un año y medio... Todos mis pensamientos y mis acciones, aun los más sencillos, se me convertían en motivo de turbación (Santa Teresa de Lisieux)[110]. ¿Serán o no serán pecados dignos del infierno? El escrupuloso es capaz de dar mil vueltas a su cabeza para conseguir convertir en pecado grave absolutamente todo lo que hay en su vida. La solución la quieren encontrar en la confesión no sólo frecuente, sino en casos diaria, y hasta varias veces por día. Pero eso no soluciona el problema, sino que lo agrava, ya que tampoco queda tranquilo por si la confesión no la hizo correctamente, y en consecuencia ha pecado más. El escrupuloso cuando llega a este extremo no puede razonar. Toda su preocupación es “por si acaso”, “no sé si hice bien”, “quizá consentí”, “tengo dudas” (Padre Jorge González Guadalix)[69].
Si te pasa esto, es bueno buscar ayuda psicológica católica, que puede ayudarte a enfrentar este problema de la forma adecuada. Y esto no es ninguna vergüenza, pues hasta Santa Teresa de Lisieux necesitó de alguien para llevar esta situación: Por eso, no tenía en realidad más que a María, que me era, por así decirlo, indispensable. Sólo a ella le contaba mis escrúpulos; y era tan obediente que mi confesor nunca llegó a conocer mi fea enfermedad: yo sólo le decía el número de pecados que María me había permitido confesar, ni uno mas. Así que podría haber pasado por el alma menos escrupulosa del mundo, a pesar de serlo en sumo grado (Santa Teresa de Lisieux)[110]. Y ese alguien debe ser de confianza, santo y católico, y debe ser obedecido, junto con la obediencia debida al confesor, sobre tus escrúpulos, como la misma Santa hizo. En el fondo, el problema es que pensamos que debemos ganarnos el cielo por nuestras fuerzas, y nos centramos más en evitar el pecado que en amar a Dios... Nos movemos por miedo, y no por amor. ¡Pero sólo el Amor de Cristo en la cruz puede vencer al pecado! ¡Ama y haz lo que quieras! (San Agustín)[5].
Práctica A estas alturas, y con tanta cosa que hemos intentado poner en práctica, sería lo más normal que varias de ellas no las hayas podido hacer. No te preocupes, sigue intentándolo e independientemente de cuántas veces caigas, levántate todas ellas. Si hay algo bueno que Dios puede sacar del pecado es, sin duda alguna, la humildad, porque el que se ve pecador y miserable difícilmente se enorgullecerá. Por ello, en primer lugar, vamos a hacer un examen de conciencia profundo para ver dónde caemos y de qué nos debemos confesar. Si tu conciencia no está dormida tendrás pecados que, por su gravedad, te vendrán a la mente en el momento en el que se te mencionen. Recuerda que es de vital importancia confesarse de los pecados mortales, pues estos nos cierran las puertas del cielo. Así pues, reflexionemos en un clima de oración sobre las siguientes preguntas:
Una vez hemos hecho un serio examen de conciencia es necesario arrepentirse de todos los pecados, dándonos cuenta de que realmente hemos estado hiriendo a los demás y a nosotros mismos, ofendiendo al mismo tiempo a Dios y el amor tan grande que nos ha tenido. ¿Y cómo se demuestra el arrepentimiento? Con la conversión, es decir, el firme propósito de abandonar para siempre los pecados y de reparar, en la medida de lo posible, el mal causado. Esto no significa que no puedas volver a caer, sino que no debes querer hacerlo poniendo todos los medios que tengas al alcance para ello. Por eso, si caes cien veces, levántate las cien con la firme intención de no volver a caer. Este serio examen de conciencia lo completaremos al finalizar la siguiente sección, en la que profundizaremos sobre los diez mandamientos y en la que acudiremos al Sacramento de la Reconciliación.
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