Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza».- Génesis 1, 26a
Introducción Dios, en su infinito amor, nos ha creado. Y lo ha hecho dándonos una vocación -un anhelo profundo- al amor: somos para amar, pues nuestro creador ama. Además, en el momento de nuestra creación se dice: Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó (Génesis 1, 27). Esto implica también que nuestra esencia es ser varón o mujer. Así pues, con la misma dignidad de criaturas e hijos amados de Dios, el varón y la mujer son esencialmente diferentes, pues Dios ha plasmado una parte de su ser diferente en cada uno de ellos, para que se pueda dar la relación con el otro: para que se puedan amar.
El varón El varón tiene en su interior un deseo de hacer algo grande y apasionante: de vivir una aventura como protagonista. Este deseo se expresa naturalmente (es decir, sin que la persona lo oriente conscientemente) en cosas como la competitividad, el deporte, la iniciativa, el emprendimiento, etc. Sin embargo, y por supuesto, también se puede expresar de muchas otras formas diferentes: competitividad en videojuegos, leyendo o viendo series y películas que nos hacen vivir aventuras (por eso triunfan tanto en los varones las películas de superhéroes, pues en el fondo querríamos ser uno), siendo “el mejor” académicamente, el más popular, el más malote, el más gracioso, el más...
Dios ha plasmado su poder y su grandeza en el varón, pero no para que intente colmar ese deseo de cualquier forma, sino para el amor. Dios llama al varón a la apasionante aventura de ser “el mejor” y cada día mejor para su cónyuge, es decir, a la apasionante aventura de amar hasta el extremo, como Él mismo hizo. Sin embargo, en ocasiones, el varón herido por diversas circunstancias de la vida orienta mal este deseo, conformándose en muchas ocasiones con huecos sucedáneos que no colman su anhelo: la pornografía y las relaciones esporádicas y cortas (como forma fácil de acceder a una mujer), la evasión de la realidad en las nuevas tecnologías, el necesitar demostrar continuamente la “hombría” obrando el mal y rebelándose (como si eso fuera difícil), entre muchas otras cosas. Por eso, es fundamental reconocer y sanar nuestras heridas.
La mujer Dios ha plasmado en la mujer un anhelo de revelar la belleza de su ser para así ser amada para siempre en exclusiva, y de esta forma tener un rol irremplazable y grande en la aventura que supone la “relación de amor”. La belleza que la mujer desea revelar no es sólo su cuerpo, sino fundamentalmente su ser entero. Porque, sin duda, la mujer es valiosísima. Sin embargo, el varón herido por el maligno en su vista ha puesto el foco únicamente en lo físico, y además de una forma muy exigente. Esto provoca que muchas mujeres que no llegan a ese “ideal” se sientan heridas al creer que no valen, que no sirven, y que no tienen belleza alguna que revelar. Y si en algún caso se alcanza este “ideal”, no pocas veces la mujer acaba siendo “usada y tirada” al ser deseado únicamente su cuerpo, y no toda ella.
Estas heridas, y otras que se pueden generar en la niñez, provocan muchas veces en la mujer una fuerte sensación de menosprecio a sí misma, de no valer o no ser suficiente. Otras tantas, provocan envidias con otras mujeres que, en otra situación habrían podido ser grandes amigas. Y no pocas veces, provocan una fuerte rebeldía contra este “uso”, provocando en ellas una actitud rebelde continua que no aspira ya a revelar su belleza, sino a defenderse para no ser heridas más veces. Sin embargo, Dios ha pensado en la mujer para que sea amada, y para que tenga un rol irreemplazable en la relación. Por eso, es fundamental reconocer y sanar nuestras heridas, y saber elegir bien con qué varón iniciamos una relación (pues aunque no controlamos de quien nos enamoramos, sí podemos decidir con quien salir).
Heridas Las heridas hunden su raíz en tres categorías diferentes: el niño interior, el padre interior y el adulto interior. La simbiosis de estas tres partes conforman nuestra personalidad, en la que el adulto interior (con una gran sabiduría y fuerte voluntad) sabe y elige en cada momento “dar paso” a su niño interior (gustos, deseos, seguridades, necesidades y afectos propios de nuestra naturaleza) o a su padre interior (normas aprendidas, moral, educación, etc) según sea bueno y apropiado en cada momento. Es decir, si estoy con amigos, el adulto puede ver que es apropiado y necesario dar paso al niño interior, y así lo hará. Pero en el trabajo decidirá que es el padre interior el que debe actuar.
Sin embargo, el niño interior puede verse herido en la infancia o juventud, cuando por algún motivo no se nos ha ofrecido la seguridad, el afecto y la protección que necesitamos. Esto provoca en nosotros rasgos de personalidad insanos (por ejemplo el no saber aceptar una crítica, el responder con silencio al enfado, el no controlar la ira, el ser afectivamente dependiente, etc) que compensamos afectivamente con “cosas” (móvil, relaciones poco estables, deportes extremos, críticas, u otros comportamientos que pueden calificarse de “infantiles”). Y esta compensación, puede derivar en una adicción.
Por otro lado, el padre interior es un reflejo de los valores y los límites que nos han inculcado fundamentalmente nuestros padres, aunque también la sociedad (colegio, instituto, familiares, medios de entretenimiento, etc). En este caso, las heridas tanto por exceso como por defecto de límites provocan heridas en este padre interior que nos llevan a personalidades con poco respeto a la autoridad por un lado, o pusilánimes e introvertidas por el otro. Es importante pues, reconocer nuestras heridas en el padre interior, descansar reconociendo que los traumas de nuestro pasado no son culpa nuestra, sanar las heridas y los traumas (si es necesario acudiendo a especialistas católicos) y, con nuestra libertad, conseguir ser la mejor versión de nosotros mismos, pues eso sí que es nuestra responsabilidad.
Adicciones Las heridas pueden desembocar en comportamientos adictivos. Normalmente, una adicción no lo es tanto por el hecho de “estar todo el día necesitando algo” (que también puede ocurrir en casos más extremos), sino por el hecho que ante un detonante (emocional, psicológico o espiritual) siempre acudimos a la misma “solución”. Por ejemplo, me vicio a juegos cuando me agobio por la cantidad de trabajo o estudios que tengo, necesito subir fotos a instagram cuando no me siento valorada, bebo cuando tengo miedo social, me pongo a ver pornografía cuando estoy cansado o me siento sólo, etc. Estos son solo algunos ejemplos, pero la adicción puede generarse con casi cualquier detonante y prácticamente con cualquier “cosa”, dependiendo de nuestra biología y psicología.
Una vez se produce el detonante, entramos en un ciclo que empieza por la persecución del deseo de conseguir aquello a lo que soy adicto. Una vez conseguido, la “necesidad” que provoca mi detonante se alivia temporalmente, reforzando el comportamiento. Finalmente, puede darse en muchos casos una fase de remordimiento, culpa, y promesas de cambio que siempre acaban fracasando cuando aparece de nuevo el detonante. Esto hace que sea muy difícil salir por cuenta propia de este ciclo, que merma nuestra libertad, y que en muchos casos se necesite la ayuda de un buen especialista católico.
La forma de atacar este ciclo sería principalmente evitando el detonante y, por supuesto, buscando una alternativa “sana” a la necesidad que provoca una vez que ha ocurrido. También sería conveniente sanar la herida que ha provocado ese comportamiento adictivo para evitar que vuelva a aparecer repetidamente. Y todo esto, por supuesto, acompañado con el apoyo de Dios y de las personas cercanas que te quieren y te animan, sin juzgarte, a continuar luchando por ser verdaderamente libre.
Sanación Dios te quiere como eres, y te sueña mejor aún. Por eso, es importante realizar un camino de descubrimiento y sanación de las propias heridas y adicciones. Este proceso es necesario llevarlo a cabo de la mano de un director espiritual santo y, si fuera necesario, también de un especialista en psicología católico que pueda darte las herramientas que necesites. Reconcíliate con tu pasado, con tu forma de ser, con tu físico, con tu historia, etc. Y, lo que es más importante, descubre en todas estas cosas... ¡La mano de un Dios que te ama! Recuerda que Dios siempre te sueña libre para poder llevar a cabo tu vocación y deseo interior más profundo. Así que no lo olvides... ¡Dios te quiere feliz, porque te ama con locura!
Autoría La autoría original de este artículo pertenece a Juan (España), con correcciones de estilo realizadas por «Curso Católico».
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