Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen.- Artículos 2-3, Símbolo Apostólico
Creo en Jesucristo, su único Hijo Decir creo en Jesucristo implica darse cuenta de una cosa muy importante: No hay nadie bueno más que Dios (Marcos 10, 18b). Significa tener claro que, sin Jesús, el ungido, el cristo, no puedes hacer obras de vida eterna, porque tú no eres bueno. Y por eso no decimos creo en mi mismo, o creo que con esfuerzo puedo cumplir la ley de Dios, o creo en cumplir los mandamientos para salvarme. Y actuar de esa forma, como hacemos muchas veces, es enfocar de forma incompleta el ser cristiano. La Fe en Jesús es una fe personal que acepta a una persona* concreta llamada Jesús, no principalmente a una doctrina, ni a una filosofía, ni a una moral, ni a un estilo de vida, pues la obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado (Juan 6, 29b). Lo demás viene luego como consecuencia directa, si nosotros respondemos con amor al Amor. Y por eso, algunos santos afirman sin problema que toda la vida cristiana se resume en: Ama y haz lo que quieras (San Agustín)[83], pues quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1 Juan 4, 8). ¡Pues Dios nos ha amado tanto que se ha hecho débil como nosotros! ¡Se ha encarnado en un frágil niño llamado Jesús!
Creer en Cristo como Hijo de Dios es creer en él como Dios. Es creer en uno de los misterios más grandes de la Fe cristiana: un Dios que es uno y a la vez trino, pues esta constituido por tres personas. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es “de la misma naturaleza que el Padre”, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios. La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo “de junto al Padre”, revela que él es con ellos el mismo Dios único. “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Catecismo 261-263). Pero esto... ¿Me afecta en algo más allá de una simple curiosidad? ¡Claro que sí! Dios ha querido, de alguna forma, participar de tu naturaleza humana a través de Jesús; y hacerte participar a ti de la naturaleza divina a través del Espíritu, que te llama a ser hijo adoptivo de Dios. ¡Tienes entre manos el regalo más grande!
Nuestro Señor Que Jesucristo sea Dios y que Él voluntariamente decidiera encarnarse en un hombre nos escandaliza mucho. O lo haría si comprendiéramos realmente qué significa. Pues nosotros vivimos en todo repitiendo el primer pecado de Adán: buscando ser los dioses y señores de nuestra vida. De una forma u otra, más auto-justificada o menos: tratamos de dirigir nuestra vida según nuestros propios criterios y forzándolos, aun amablemente, en los demás. Siempre buscamos en la vida ser más y mejores. Un mejor trabajo, un mejor sueldo, un mayor prestigio, más bienes, que me tengan en mejor estima, que me hagan caso, que me reconozcan todos mis esfuerzos, que me saluden... Pero no somos capaces de, como hizo Jesucristo, cargar en silencio con el pecado de los que atentaban contra su vida. Pero si Él, nuestro Señor, así lo hizo... ¿Quiénes somos nosotros para exigir siempre justicia y razón, decidiendo lo que está bien y lo que está mal?
La Iglesia recomienda que si alguien te fastidia con frecuencia e intencionadamente te mortifica a menudo con injurias y con ultrajes, no te enfades (León XIII)[92]. Sin embargo, ante una injusticia o un desprecio respondemos con ira, enfado o el deseo de hacer justicia. Pero esa no es la actitud de Cristo. Cristo, nuestro Señor, es el Siervo de Yahvé. Y nosotros somos siervos de Cristo, si es que realmente Él es nuestro Señor. Por tanto, sed humildes ante Dios, pero resistid al diablo y huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Lavaos las manos, pecadores; purificad el corazón, los inconstantes. Lamentad vuestra miseria, haced duelo y llorad; que vuestra risa se convierta en duelo y vuestra alegría en aflicción. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará. No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o el que critica a su hermano está hablando mal de la ley y criticando la ley; y si criticas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez. Uno solo es legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo? (Santiago 4, 7-12).
Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo Jesucristo se encarnó y se hizo hombre. Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién se preocupará de su estirpe? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca (Isaías 53, 2-9).
Este pasaje que escribió el profeta Isaías fue más tarde la vida de Jesucristo, que empezó al ser concebido en María por obra y gracia del Espíritu Santo. Efectivamente, Jesús nació humilde, fue exiliado, trabajó, fue tentado, experimentó la pérdida, la soledad, lloró, fue perseguido, murmuraron de él, fue traicionado, abandonado, torturado y asesinado... ¡Y todo eso lo soportó dócilmente por amor a ti! Todo eso lo ha hecho para hacernos sus hermano... ¡Hijos de Dios! Pues Él se ha hecho nuestro semejante, compartiendo nuestra naturaleza de carne y hueso. Y todo eso lo ha hecho para salvarnos, pues al vencer la muerte como hombre nos permite a nosotros, que sólo somos hombres, vencerla con Él. ¡Y lo ha hecho también para que todas nuestras culpas, sean graves o leves, queden expiadas! ¿Cuándo has hecho tú algo parecido? ¿Alguien lo ha hecho por ti? Ni tu novio o novia, ni tu mujer o marido, ni tus padres, ni tus hijos, ni tus amigos. ¡Nadie te ama así cuando eres culpable! Pues Dios sí, porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito (Juan 3, 16a).
Nació de Santa María Virgen Para que todo el plan de Salvación universal se hiciese realidad, Dios quiso necesitar de la libertad de María. Y lo mismo pasa con el plan de Salvación personal que Él ha pensado para ti, pues Dios quiere que libremente le digas hágase, es decir, que libremente le elijas. Y el resto es cosa suya, porque sólo Dios salva. Efectivamente, Dios elige nacer de una virgen, sin intervención de ningún hombre, porque suya es siempre la iniciativa. El «fiat» de María es impresionante, pues regaló su vida entera a Dios pese a lo imposible que parecía el asunto, y pese a que si se cumplía se jugaba la vida, pues podría ser condenada a muerte por adultera. Decir «hágase» al ángel significaba creer que Dios podía hacer lo imposible, y que lo que le proponía era, sin duda, lo mejor para ella. Ten en cuenta que lo que le pedía el ángel era entregar toda su vida a Dios, pues si aceptaba iba a ser madre el resto de su vida. ¡Y ella creyó y aceptó! Por eso, más feliz fue María por acoger la fe en Cristo que por concebir la carne de Cristo (San Agustín)[82].
María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lucas 1, 46-50). Recordemos, por otro lado, que también tenemos a Eva que desobedeció a Dios y a Sara que dudó de su Palabra. Y tú... ¿Decides fiarte como María, dudas como Sara o desobedeces como Eva? De esto depende que se pueda encarnar en ti Cristo, engendrando en ti un hombre nuevo. Observa que el «hágase» de María le valió el ser concebida sin pecado original, el ser virgen perpetua, el ser madre de Dios y, finalmente, el ser asunta al cielo. Y gracias a Jesucristo al pie de la Cruz... ¡María también es Madre nuestra y de la Iglesia! ¡Acude a tu madre!
Práctica ¿Y nosotros? ¿Vivimos creyendo que Jesucristo es nuestro Señor, y no el dinero, el afecto o nuestros criterios de cómo se hacen las cosas? ¿Tenemos algún dios o proyecto al que le pidamos la felicidad? ¿Conocemos personalmente a Cristo? ¿Hemos visto la muerte vencida en nuestra vida por Cristo, permitiéndonos amar incluso al enemigo? ¿Creemos firmemente que la actitud del Siervo de Jesús es la Verdad, o exigimos simplemente justicia frente a la injusticia? ¿Elegimos siempre y sin excusas a Dios y su plan sobre nosotros, tal y como hizo María? Si ves que no vives así pero lo deseas, encomiéndate también a tu madre María, para que le pida a Dios la Fe que necesitas. Y no olvides nunca que... ¡Dios te ama y quiere tu bien!
Recordemos una vez más que el Credo nace de la Tradición de la Iglesia Católica, que fue plasmada parcialmente durante los primeros siglos en las Escrituras. Por eso, conviene hacer la Lectio Divina de los siguientes pasajes, donde Dios mismo nos va a hablar sobre la importancia de creer en su Hijo:
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