Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, según mi evangelio.- 2 Timoteo 2, 8
Memorias de Celia y Luís Conocí a Luís en la relojería de Rennes con diecinueve años. Me pareció un joven culto para los tiempos que corrían, por lo que intimamos rápidamente. Sin embargo, nuestra amistad en aquella época duró poco pues, tras unos meses, tuvo que partir a Estrasburgo para terminar su formación de relojero. El destino volvió a unirnos unos seis años después en Alençon, ciudad a la que me había mudado por cuestiones laborales y en la que Luís regentaba ya su propia relojería. Su rutina diaria era bastante sencilla, con misa por la mañana y trabajo el resto del día en su relojería. Relojería, por cierto, que más tarde ampliaría también a joyería. Trabajaba de sol a sol, de lunes a sábado, pero el domingo siempre cerraba, aunque eso le privara de buenas ventas. Además, Luís se había comprado una propiedad que le servía de refugio, una especie de torreón con jardín, donde escribía y meditaba a menudo.
En más de una ocasión pasé la tarde allí con él. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, nunca era de temas banales. En una de esas visitas le pregunté sobre una frase que tenía escrita en la pared, que rezaba así: La eternidad se acerca y no pensamos en ella (San Luís Martín)[103]. Esto fue lo que me dijo: «Si alguien te dice que vas a morir te estaría diciendo únicamente media verdad: también vas a resucitar. ¡Y esto es mucho más importante que lo anterior! Como dice su propio nombre, la vida eterna es para siempre, lo cual le da una importancia infinita, porque... ¿Cómo quieres pasar la eternidad? En esta vida habrás conocido qué es el sufrimiento y la muerte, pero también la vida, el gozo y el amor. Pues bien, obviamente, Dios quiere que vivas la eternidad en la vida, el gozo y el amor; es decir, con Él. Pero la decisión de aceptar a Cristo, de aceptar el amor, es sólo tuya.»
Oído esto, lo primero que se me pasó por la cabeza fue que, sin duda, Luís terminaría en un monasterio. Cosa, por cierto, que ya había intentado... ¡Pero cuánto me iba a equivocar!
Ella se llamaba Celia, tenía veintisiete años y Luis treinta y cinco cuando se conocieron. Y en tan solo tres meses se habían casado. Fue una ceremonia sencilla pero emotiva, a media noche, en la iglesia de Notre-Dame, y únicamente con los familiares y amigos más allegados, como es costumbre cuando los novios son de una cierta edad. Dos años después les nació su primera hija, María, una alegría para la casa que sólo tardó cuatro años en aprender a leer. Pero lo que más me sorprendió fue que tan sólo unos meses después Celia volvía a estar embarazada. Al preguntarle sobre aquello Celia me dijo:
«Querido amigo, el amor cristiano que nos profesamos busca siempre el bien de la persona amada y rechaza usarla para lograr fines propios como el placer, la seguridad afectiva o un remedio a la soledad, aun cuando estos fines son comunes y aceptados por ambos. Nosotros nos amamos siguiendo el modelo cristiano, por lo que no queremos ni una pizca de egoísmo en nuestro matrimonio. No vamos a encerrarnos en nosotros mismos. Y desprovisto de la apertura a la vida, el acto conyugal se vuelve egoísta buscando el placer, pero al aceptar los posibles hijos que Dios nos regala, se abre al amor. De esa forma pasamos del egoísmo a la entrega mutua abierta a una posible tercera persona: el hijo. Hijos a los que amaremos, cuidaremos y educaremos con todo el amor y dedicación que tenemos. Así pues, aunque no lo comprendas, no me pidas no amar.»
Obviamente, esto me pareció cuanto menos una locura y, en aquel momento, no lo comprendía. Pero en cualquier caso e independientemente de mi opinión, Paulina nació un año después de María. Y tan solo un año después Leonia, una chica que daría mucho quehacer a su madre y sus hermanas pues tenía un leve retraso mental. Pero la cosa no terminó ahí: Elena fue la siguiente, una enfermiza niña que murió a los seis años. Jose Luís vino después, que murió cinco meses después de haber nacido debido a una grave enfermedad. José Juan, que también murió tras unos meses por una enfermedad desconocida, fue el siguiente. A continuación nació Celina, que esta vez sí nació sana y robusta, y a día de hoy aún vive. Su hermana Melania no tuvo tanta suerte, pues murió trágicamente en dos meses porque la nodriza no la alimentaba. Y finalmente, nació Teresa, cuya historia la dejamos para un poco más adelante. Y todo esto en un espacio de tan solo trece años. Esta es una parte de la carta que Celia me dio para su hermano, sobre la muerte de su hija Melania:
«Me enteré demasiado tarde de que no le daba de comer. Me lo dijo el médico apenas se la quitamos. Se le podían contar los huesos. [...] ¡Era una niña tan linda! Tenía unos ojos como no se ven nunca en los niños de esa edad, y unos rasgos tan delicados... ¡Y pensar que me la han dejado morir de hambre! [...] En fin, se acabó, ya no tiene remedio, lo mejor es resignarme. La niña es feliz, y eso me consuela (Santa Celia Martín)[88].»
Debería comentar que Melania necesitaba de una nodriza, porque Celia ya tenía síntomas graves de un cáncer de mama que acabaría con su vida siete años después del nacimiento de Melania y cuatro después del de su última hija, Teresa. Y este cáncer le impedía amamantar a sus hijas. Cuando le pregunté a Luís sobre la muerte de sus hijos simplemente me citó un pasaje de la Biblia sobre el cielo, que decía: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman (1 Corintios 2, 9b). Entre incrédulo y admirado por su entereza, no pude decirle ni una sola palabra de consuelo. Nada.
Por otro lado, quien piense que Celia era una mujer sin más vida que los hijos se equivoca. Profesionalmente tenía más éxito que su marido, pues regentaba un gran negocio de punto de Alençon que daba de comer a muchas empleadas y generaba cuantiosos beneficios. Sin embargo, este negocio cayó en desgracia cuando llegó la guerra unos pocos años antes de su muerte. De hecho, la guerra les afectó bastante, no solo porque acabó con el negocio de Celia, sino porque también tuvieron que acoger y mantener en su propia casa a nueve soldados. Fueron tiempos oscuros y difíciles para todos, pero ellos siempre tenían una palabra de ánimo para todos... y para mi.
«Dios nos ayudará. No se cómo ni cuándo, pero lo hará. Y Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación” (Isaías 25, 9). Ten presente que el peor mal, el inevitable, la muerte, ya ha sido vencida. Así que aunque estemos en el peor de los casos y nuestro destino sea la muerte; gracias a Dios y su sacrificio en la cruz... ¡Ahora es la vida eterna!»
Al final, como tantas otras veces, tuve que darles la razón, pues la guerra terminó y la vida continuó sin demasiados cambios. De hecho, la vida diaria de la familia era bastante sencilla y alegre. Recuerdo una anécdota muy graciosa que ocurrió un día que les acompañaba durante la comida. Leonia, creyéndose muy mayor para jugar a las muñecas, fue a sus hermanas Celina y Teresa y se las ofreció: «Tomad, hermanitas -nos dijo-, escoged, os lo doy todo para vosotras.» Celina alargó la mano y cogió un mazo de orlas de colores que le gustaba (Santa Teresa de Lisieux)[103]. Y Teresa, alargó su mano diciendo: ¡Yo lo escojo todo! (Santa Teresa de Lisieux)[103]. ¡Y cogió la cesta entera! A todos les pareció gracioso, pero Celina no se quejó, y así terminó rápidamente el reparto.
Sin embargo, la normalidad no duraría mucho pues la enfermedad de Celia pronto empeoró, postrándola en la cama. De hecho, el veintisiete de julio escribía ya a su hermano diciéndole: Mi tiempo se ha acabado y Dios quiere que descanse en un lugar distinto de la tierra (Santa Celia Martín)[88]. Poco más de un mes después, moriría rodeada de sus seres queridos a los cuarenta y cinco años. Sobre su larga enfermedad y su muerte, comentar que se me quedaron grabadas en la mente unas palabras que un día Luís me comentó en una de sus visitas:
«La enfermedad y la muerte son siempre temas duros y dolorosos, pero para un cristiano no son el final, sino el principio de una vida nueva, mejor y más plena. Por eso, un cristiano vive la enfermedad terminal y la muerte de una forma diferente, con esperanza, sin murmurar, y confiando en Dios. La Fe, fruto de la experiencia del amor de Dios en toda una vida, da al cristiano una respuesta real y profunda: Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor (Romanos 8, 38-39). ¡Pues ciertamente Dios nos ama!»
Poco después de la muerte de Celia, Luís decidió vender la relojería y vivir de las rentas de los negocios que habían tenido hasta la fecha, mudándose a Lisieux, cerca de donde vivía el resto de la familia. Quizás alguien pueda pensar que Celia y Luís eran una familia de ricos y mimados. No lo eran. Aunque con el tiempo, el sudor de su frente, y su talento para los negocios se convirtieron en una familia acomodada; no lo fue así al principio. Además, su caridad con los demás era constante, sin falta. Recuerdo muchos de los largos paseos que daba con ellos, en los que al cruzarnos con algún pobre, Teresa era la encargada de llevarles lo suyo. Lo suyo, decía Luís, porque todo lo que no es necesario para vivir no es nuestro, sino que Dios nos lo da para que lo administremos y se lo demos a sus verdaderos dueños: los pobres. ¿Quién dice, es más, quien hace eso?
Memorias de Teresa Esa familia era todo un misterio para mi, y por eso resolví no perderles la pista. Y así lo hice: me mudé a Lisieux con ellos, donde la pequeña Teresa empezó cada vez más a captar mi atención. Era una niña un poco enfermiza, pero de una forma u otra acababa superando todas las enfermedades. Lo que realmente me sorprendió fue que, con tan solo catorce años, mostrara una resolución y una firmeza tan grandes para entrar en un monasterio de clausura que le llevó incluso a entrevistarse con el Papa en persona. De su boca salían palabras como estas:
«Jesús, Amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el Amor...! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor. [...] Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita (Santa Teresa de Lisieux)[110].»
Sin embargo, con catorce años era aún muy pequeña. Todos los adultos, la superiora del convento, el sacerdote, el obispo, y muchos otros, se posicionaron muy en contra a su ingreso. ¡Era normal! Era tan joven y tenía aún mucha juventud por delante... ¡Y muchas cosas que vivir aún como para encerrarse en un convento! Sin embargo, tan grande fue su insistencia y su perseverancia que, al final, consiguió la aprobación de su padre y la dispensa del obispo, entrando al convento del Carmelo a la edad de quince años. Cuando la interrogué por ello simplemente me contesto: Cuando Dios te llama es porque tiene algo realmente maravilloso para ti. Una historia que te va a hacer realmente feliz. ¡Y no quiero tardar ni un segundo más en serlo!
Mantuve muy poco contacto todo el tiempo que estuvo en el monasterio, aunque más tarde me pude hacer con sus memorias, en las que narra sus vivencias en primera persona. Allí pude leer cosas tan bonitas como las siguientes:
«¡La ciencia del Amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los Cantares, que no he dado nada todavía... Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono. Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre (Santa Teresa de Lisieux)[110].»
Tras algo de tiempo, mi amigo Luís enfermó gravemente, con frecuentes episodios de demencia. Todos nos hacemos mayores y él no era una excepción. Finalmente, diecisiete años después de su mujer Celia, también murió él. Para entonces todas sus hijas habían entrado en conventos de clausura, por lo que él pudo morir en paz. Entre sus cartas encontré una dedicada a sus hijas, que decía:
«Quiero deciros, queridas hijas, que me siento obligado a dar gracias y a hacer que deis gracias a Dios, pues siento que nuestra familia, aunque sea humilde, tiene el honor de pertenecer al número de los privilegiados de nuestro adorable creador (San Luís Martín)[88].»
Y si todo esto no fuera suficiente como para tachar estas, mis memorias, de increíbles, aún queda lo más sorprendente: la muerte de la hija de mi amigo Luís: Teresa. Después de pasar una vida recluida en el convento entre oraciones y trabajos del campo, un poco antes de cumplir veintitrés años, enfermó de tuberculosis. Y continuó enferma un año entero hasta su muerte a los veinticuatro. Muerte que le llegó por asfixia entre vómitos de sangre, tras una larguísima agonía al dejar de funcionarle un pulmón durante varios meses. Tiempo durante el cual nunca dejó de estar enamorada de Dios, y nunca dejó de bendecir y alegrarse por su suerte. ¡Era feliz!
De hecho, según las hermanas de clausura, sus últimas palabras mirando al crucifijo fueron: ¡Sí, lo amo...! ¡Dios mío..., te amo...! (Santa Teresa de Lisieux)[110].
No comprendo cómo se pueden vivir vidas como estas felizmente y sin dejar de bendecir nunca. Ellos para mí han sido una puerta a una forma de vida diferente. Un abrir mi mente y mis horizontes, que siempre están centrados en los pequeños problemas y quehaceres diarios. Y, por ahora, lo único que saco en claro de todo esto es una cosa: Dios existe. De lo contrario, nada de esto habría sido posible.
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