A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley.- Romanos 13, 8
Carismas Dios ha colmado de bendiciones a la Iglesia, y lo sigue haciendo hoy en día. Una de las formas con las que lo hace es la de regalar carismas a las personas que forman parte de ella, con el objetivo de que llevar adelante el anuncio del Evangelio y la vida cristiana en el mundo. Recibir un carisma sirve exclusivamente para ponerse al servicio de los demás, como dice San Pablo: Amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo (Romanos 12, 10). Porque si un carisma es motivo de orgullo y vanagloria, deja de cumplir su función, se pervierte, y puede incluso ser nocivo para la comunidad eclesial.
Ciertamente, la Iglesia es una y, por tanto, todos los miembros que la formamos debemos vivir en plena comunión. Y teniendo dones diferentes, según la gracia que se nos ha dado, deben ejercerse así: la profecía, de acuerdo con la regla de la fe; el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a la enseñanza; el que exhorta, ocupándose en la exhortación; el que se dedica a distribuir los bienes, hágalo con generosidad; el que preside, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con gusto (Romanos 12, 6-8). Así pues, no tiene sentido que envidies a tal o cual otra persona porque ella puede hacer algo que tú no: porque canta bien, porque tiene don de palabra o por cualquier otra cosa. Tú tienes tu propio carisma y tu propia misión, que es, a los ojos de Dios, igual de importante que las demás. Ten también en cuenta que el carisma es un don: sólo Dios lo da (Papa Francisco)[43] y, por tanto, no lo puedes exigir ni conseguir por tus puños. Pero lo que es más importante: si amaras, que es lo fundamental en la vida cristiana, no tendrías envidia de tu hermano de Fe.
Así pues... ¿Cómo saber si se me ha subido a la cabeza mi carisma? Porque no soportarás las críticas o que en un momento determinado te manden no ejercerlo. Por ejemplo, puede pasar que el sacerdote te diga: «tú no cantas más». O «tú no debes dar catequesis por un tiempo». Si ante algo así te rebelas, es motivo suficiente para darle la razón: no deberías ejercer ese carisma. Si por el contrario lo aceptas con humildad y realmente tienes ese carisma, tarde o temprano Dios te regalará otra forma de ejercerlo según su Voluntad, que al final es lo único importante. Esto, además, nos muestra que nadie puede decir: «yo tengo este carisma» (Papa Francisco)[43], sino que el carisma lo reconoce la propia Iglesia en uno. En este aspecto, la competencia por vanagloria es un cáncer que destruye la comunión y el amor en la Iglesia, y que debemos evitar a toda costa.
Competencia Hoy en día, pocas veces se discute para llegar a un acuerdo, conciliar puntos de vista o conocer mejor al otro. Hoy en día, y por desgracia, se discute por interés; y en estas discusiones parece que todo vale. Por ejemplo, que en la mayoría de las discusiones se ataque a la otra persona y no a sus ideas o argumentos, es un clarísimo ejemplo de que pocas discusiones son sanas en nuestra sociedad. Si en el transcurso de una discusión se pierde la razón, en vez de aceptarlo y plantear un nuevo camino, se recurre a atacar al otro en su persona o a lanzar consignas bonitas alejadas de la realidad, aparcando así la verdadera discusión. De esta forma se cumple lo dicho en la Escritura: El necio piensa que es recto su camino, el hombre sabio escucha los consejos (Proverbios 12, 15). Así pues, debemos preguntarnos: ¿Cómo discutimos, buscando la verdad o queriendo simplemente tener razón?
Dios nos llama a buscar la Verdad, que es Cristo y sus enseñanzas, como dice Jesús mismo: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Juan 14, 6b). También nos llama a tener presente que podemos no tener razón en nuestras discusiones, y debemos aceptarlo; por el bien de la otra persona y del nuestro propio, pues el hijo sabio ama la disciplina, hijo insolente rechaza la corrección (Proverbios 13, 1). Al final, debe guiarnos la caridad; y tratar de salirnos con la nuestra no es caridad, sino orgullo. Por ello, si queremos ser cristianos debemos rechazar todo tipo de competencias por intereses personales, y pensar siempre en el bien del otro. Es más, como Jesús explica en el Sermón del Monte (Mateo 5-7), debemos aceptar y amar al pecador cargando con su pecado e injusticias, aunque tengamos toda la razón del mundo de nuestro lado. Porque el amor es la norma máxima que debe guiar nuestra vida. Y esto es imposible para nosotros, sí, pero fácil para Dios. Por eso, pídele siempre... «¡Quiero amar como tú me has amado!».
Domesticando el Lenguaje La Iglesia nos enseña que debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje (Catecismo 2480). Sin embargo, hoy parece que ya no existen los resultados malos, únicamente los resultados “no tan buenos como se esperaban”. Ya no existen los actos atroces y erróneos, sino únicamente los actos de moralidad dudosa. Ya no se difama, ni se calumnia, ni se hiere a los demás, únicamente se hace uso de la libertad de expresión. Ya no se asesina premeditadamente una vida inocente, se interrumpe voluntariamente el embarazo. Y así en todo: hemos domesticado el lenguaje, de forma que, muchas veces, presentamos al mal como bien. Por eso, ten cuidado de que la luz que hay en ti no sea oscuridad (Lucas 11, 35).
Jesús, sin embargo, siempre habla claro: El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mateo 12, 30). O en otra ocasión, por ejemplo, cuando Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros» (Juan 6, 26). O por poner otro ejemplo más, cuando Jesús reprende a los fariseos diciendo: Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas si sois malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca (Mateo 12, 34). Jesús usa un lenguaje claro, simple y directo. Nada de adornar las palabras. Nada de jugar con los significados. Nada de medias verdades. Nada, en definitiva, de engañar. Lo que conviene preguntarse es... ¿Qué hacemos nosotros? ¿Maquillamos el lenguaje? ¿Con qué objetivo? ¿Para quedar bien? ¿Justificamos al malvado? ¿Condenamos con tecnicismos al inocente? ¡Cuidado! Absolver al culpable y condenar al inocente: dos cosas que detesta el Señor (Proverbios 17, 15). ¡Hablemos siempre con veracidad!
¿Y qué significa veracidad? La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía (Catecismo 2505). Por último, aclarar que esto no significa que no se deba hablar con caridad, como hacía Jesús con los publicanos y pecadores. Pero recordemos que la caridad es hacer el bien a nuestro prójimo: si nuestro prójimo requiere de tacto, úsalo, pero sin camuflar la verdad; y si requiere de dureza en el habla, no la evites para quedar bien por afectividad. La caridad, y no otra cosa como los afectos o la “educación”, debe ser la guía de nuestras palabras y obras. Pues si Dios nos ha amado... ¿Cómo no amar?
Práctica En todas nuestras relaciones diarias, pero especialmente en las que tenemos en la Iglesia, conviene no hacer las cosas por rivalidad, vanagloria o esperando recibir algo a cambio. Un gran ejemplo de esto podemos obtenerlo en los primeros cristianos y en las exhortaciones que los apóstoles les hacían para que se mantuvieran unidos en la caridad. Por ello, vamos a hacer la Lectio Divina de las siguientes citas bíblicas:
Como se puede comprobar, estas lecturas dejan las cosas muy claras sobre cómo aplicar la caridad a nuestras relaciones con los hermanos de la Fe. Y esto es fundamental, porque el signo de la comunidad cristiana debe ser el amor y la unidad, cosa que no podemos olvidar nunca. ¡Estamos llamados a vivir como Cristo nos enseñó!
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