Solo el Señor es reconocido justo, y no hay otro fuera de él.
- Eclesiástico 18, 2
Enfermedades del alma Las enfermedades espirituales son problemas comunes que desgastan nuestro ánimo, echan a perder nuestra Fe y destruyen nuestra comunión con la Iglesia. Son enfermedades que se dan en el espíritu, y que debemos tratar de curar para poder vivir como verdaderos hijos de Dios. A continuación os describo brevemente las más comunes hoy en día:
Sentirse indispensable: Nadie es indispensable, sólo Dios. Tú únicamente eres un pobre siervo de Dios, cuya función puede ejercerla cualquier otra person. Además, no vas a salvar a nadie: salva Cristo.
Excesiva actividad: Es importante detenerse a contemplar a Cristo. Si no dedicas tiempo a la oración y a la Palabra, no harás los planes de Dios sino los tuyos... ¡Pues ni siquiera sabrás qué quiere Dios de ti!
Corazón endurecido: Si cuando escuchas la Palabra dices «es lo mismo de siempre», y no toca tu corazón, o cuando ves a un pobre dices «bah» y no lo ayudas, tienes un problema muy grave: has endurecido tu corazón y el Espíritu ha huido de ti.
Perder la propia historia: Es fundamental no olvidar la historia de Salvación que Dios ha hecho en nuestra vida, nuestro primer encuentro con Él, y nuestro primer amor por Él. El maligno tratará siempre de reinterpretarlo todo.
Grupos selectos: Hay que evitar los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo (Papa Francisco)[46].
No buscar a Dios: La guía de la vida del católico es el amor, es decir, la virtud de la caridad. Por amor a Dios y al prójimo evitamos pecar, y por amor rezamos y hacemos el bien. No por un “querer ser perfecto” que viene de la soberbia.
Amar si estamos bien: Rezar para sentir paz espiritual o rebotarte contra Dios cuando todo va mal, son las manifestaciones comunes de un amor parcial que tiene la necesidad de sentirse bien para estar con Dios. O si no, no juega.
División entre vida y Fe: No se puede ser cristiano a ratos, o dependiendo del contexto. O se es, o no se es. Y si haces esto, tenlo claro: no lo eres. Y Dios llora por tu traición.
Con Dios y el dinero: Acumular bienes o hacer de la religión un negocio, más allá de que el obrero es digno de su salario (1 Timoteo 5, 18b), solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente (Papa Francisco)[46].
¿De dónde nacen todas estas enfermedades espirituales? Por supuesto, de nuestra debilidad. Por ello, lo mejor que podemos hacer es estar vigilantes, evitándolas en la medida de lo posible; y no olvidar nunca que el eje de la vida cristiana es dar a los demás el amor con que Dios nos llena en su relación personal con nosotros. Sin relación con Dios no hay amor. Sin amor no podemos hacer el bien de verdad. Y sin hacer el bien de verdad... ¿Cómo llamarnos cristianos? Por eso... ¡No pierdas nunca tu relación personal con Dios!
Pecados capitales Los pecados capitales son, en muchas ocasiones, el mal que enferma nuestra alma, pues son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza (Catecismo 1866). Estos pecados se combaten con las virtudes cristianas, que ya explicamos en su momento y que conviene poner en práctica en la medida que Dios nos lo permita.
Gula: La gula se suele asociar a comer y beber mucho, lo cual es correcto, pero no es el único caso: la gula puede ser también el comer siempre algo “exquisito”, o el estar comiendo durante mucho tiempo. Tú, huye de la gula con el ayuno, y no seas insaciable con los placeres, ni te abalances sobre la comida (Eclesiástico 37, 29).
Envidia: La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal (Catecismo 2539). La envidia se vence con humildad y caridad: la humildad para no considerarte merecedor de nada, y menos aún de algo que tiene otro; y la caridad para pensar en las necesidades del otro, en vez de en las tuyas y en lo que supuestamente te falta.
Ira: La ira es una alteración violenta, incontrolada o provocada, en contra de una persona, que puede llevar al odio e incluso a la venganza. La ira nace normalmente cuando uno cree que le han hecho una injusticia y no es capaz de poner en práctica las palabras de Jesús que dicen: Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra (Mateo 5, 39). Por eso la ira es una ilusión de justicia, pues no hay ninguna justicia en ella. Pero... ¿Cómo vencerla? Con paciencia y humildad. Dios te ha perdonado, te ha amado, te ayuda en tu vida diaria, y te ha regalado la vida eterna... ¿Cómo no perdonar tu también? Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lucas 6, 36).
Pereza: La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino (Catecismo 2094). Nosotros, en cambio, seamos diligentes en todo, incluido en las obras de la Fe que agradan a Dios, no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos (Marcos 13, 36).
Lujuria: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor, para el cuerpo (1 Corintios 6, 13b), pues el necio desata su pasión, el sensato sabe controlarla (Proverbios 29, 11). Por eso, frente a la lujuria están la templanza y la castidad, que te permitirán amar a la otra persona, en vez de usarla para tu propio gusto.
Avaricia: La codicia es una sed, un deseo, un afán, de dinero y bienes nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Es fundamental evitar la avaricia, porque nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero (Mateo 6, 24). ¡Dios no puede estar en un corazón codicioso! ¿Y cómo evitar la codicia? Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla (Lucas 12, 33). Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Mateo 6, 21).
Soberbia: Orgullo, soberbia y vanagloria son pecados muy relacionados entre sí, que eliminan a Dios del centro de la vida y ponen a uno mismo en su lugar. El enorgullecimiento ocurre al atribuirte como mérito lo que te ha sido dado: A ver, ¿quién te hace tan importante? ¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado? (1 Corintios 4, 7). ¿Solución? La virtud de la humildad.
Hemos visto los pecados que muchas veces nacen de nuestro corazón y nos llevan a obrar mal, y hemos contrapuesto a cada uno de ellos la virtud que los anula. Pero no debemos olvidar una cosa fundamental: las virtudes no se obtienen sólo poniéndolas en práctica con insistencia, sino fundamentalmente buscando a Dios, que trae consigo todos los bienes. Por ello, no olvidemos nunca hacerle un hueco a Dios todos los días. ¿Y si caes? ¡Levántate! Además, como dice el apóstol Santiago, el que sabe cómo hacer el bien y no lo hace, ese está en pecado. (Santiago 4, 17b). Es decir, que si se nos presenta la oportunidad de hacer el bien.... ¡Hagámoslo! ¡Como Dios lo hace con nosotros!
Práctica ¿Por qué hablamos a estas alturas de las enfermedades espirituales y de los pecados capitales? Pues porque el pecado tiene una fuerte dimensión social, es decir, afecta a los demás. Cuando tú y yo envidiamos, empezamos a murmurar, luego difamamos, luego nos enemistamos y odiamos y, finalmente, rompemos la unidad de la Iglesia. Cuando somos insensibles a las necesidades de nuestro prójimo, damos un antitestimonio cristiano, alejando y escandalizando a otras personas. Por ello, para vivir en la Iglesia es fundamental permanecer alerta en este combate contra el pecado. Ante todo esto, hagamos un serio examen de conciencia y, arrepentidos, pidamos perdón al prójimo y acudamos al Sacramento de la Reconciliación:
Realizar un serio Examen de Conciencia a este respecto
Querer y hasta desear abandonar los pecados
Pedir perdón de los pecados públicos cometidos contra otros
Confesarse con un Sacerdote y cumplir la Penitencia